De las varias peñas rosarinas que funcionaron desde inicio de los años ochentas, antes aún que se fuera la dictadura, y que duraron toda esa maravillosa época de resurrección democrática, yo tuve dos preferidas.
La primera que conocí, La Taba, que quedaba en 3 de Febrero y Pasaje Espora, entre Roca y España, y era regenteada por un tal “Vasco” cuyo apellido nunca supe y dos colorados, padre e hijo, con cara de excelentes personas, los tres alternativamente tocando la guitarra y cantando. Guitarra que, como peña que se precie de tal, circulaba entre las mesas de mano en mano de los que supieran tocarla y yo envidiaba a quienes lo hacían.
Allí conocí, en 1980, a la que podría considerar mi “primera novia” rosarina. Primera rosarina porque yo venía de un pueblo, San Genaro, en el que en mi adolescencia había tenido algún otro amorío, pero considero a ella mi primera novia con cierta continuidad.
Recuerdo que entramos a la peña con mi amigo de entonces Sergio Rossi, la vi sentada al fondo, muy bonita, y le dije a mi compañero, con quien ya teníamos inquietudes políticas, “A patria o muerte, voy”. Atravesé la peña llena de gente, llegué a donde estaba sentada ella junto a una amiga (las mesas y los bancos eran tipo tablones largos, uno seguido del otro en fila), y le dije “Hola hermosura, ¿me permitís sentar acá?”. (Eran tiempos, a mis 19 años, de aprendizaje de ese “arte”, y se ve que lo quería hacer rápido, a los pechazos.
Esta mala manera me ha durado en el tiempo, muchas veces para mi bien, y muchas más para mi mal.) Charlamos, tomamos vino (en las peñas de entonces se tomaba vino o ginebra, jamás esa bebida de niños la cerveza), era más grande que yo, 10 años, ella unos 30 para entonces. Descubrimos afinidades y que ella era actriz, me invitó a ver la obra emblemática del teatro experimental rosarino de entonces, “¿Cómo te explico…?”, en la que conocí actuando a su amigo Cacho Palma y en la que cantaba, maravillosamente, Myriam Cubelos.
También conocí allí a su directora, la con el tiempo enorme Chiqui González. Fue en un teatro fantástico que quedaba en la subida de calle Laprida desde el Bajo. Era un gran subsuelo al que se descendía por una artesanal escalera metálica de varios descansos, con el techo muy alto de bovedillas de ladrillos entre perfiles de acero desde el que pendían los desagües de la edificación que quedaba por encima del sótano.
La primera sala del grupo “Arteón” creo, los teatreros sabrán corregirme.
Ana, que así se llamaba, poco después protagonizaría otra obra emblemática, “Nosotros los de entonces”, también dirigida por Chiqui González, ahora con el grupo Discepolín, casi hermanos de los primeros. “Nosotros…”
contaba la historia de ellas mismas, de ellos mismos, la de la generación de los ´70 que soñó y obró por un mundo mejor, por una revolución. Y que fue arrasada, diezmada, por las grullas que pasaron desde 1976 a 1983 por la Argentina, la dictadura militar genocida. Recuerdo que el hermoso afiche de la obra tenía una paloma blanca moribunda que sangraba un hilo rojo por una herida de bala.
Ana había pertenecido a esa generación, volcada en su caso y en el de Chiqui a la Tendencia Revolucionaria del peronismo. Algunas veces, estando juntos, derramó sus lágrimas sobre mis hombros mientras escuchábamos casettes que le llegaban de amigos exiliados en otras partes del mundo, y que inexorablemente terminaban saludando con “Un abrazo revolucionario, venceremos.”
Otra cosa que me acuerdo de la peña La Taba data también de 1980, creo antes de conocer a Ana: Había ido con quienes usualmente lo hacía: mi amigo-hermano que vivía conmigo, el “Tito” Battiato; las hermanas Amalia y Martha Andrada y Sergio Rossi. Estábamos sentados juntos en una mesa sobre la entrada y entra una partida policial.
Nos dicen que presentemos documentos; si mal no recuerdo nuevamente, el único que los portaba era yo. Lo presento y me dicen que me pare y que me ponga a un costado. Hacen lo mismo en otras mesas y así se formó una cola de unos 20, 25 jóvenes, chicas y chicos, “a un costado”.
Nos dijeron que saliésemos en fila. Afuera lloviznaba y había otros policías montados a caballo. Nos dijeron que camináramos hacia donde ellos nos dirigieran, que nos iban a hacer “averiguación de antecedentes”. (Faltaban 3 años para que terminara la dictadura…) Nos apuraron con rebenques y nos hicieron ir al trote hasta la seccional 2ª de policía a 4 cuadras, bajo la llovizna.
En la seccional nos depositaron en un lugar amplio intermedio entre la guardia y las celdas (lo volví a visitar luego, en democracia, varias veces, sucesos que están narrados -más de 20 años de acoso policial en democracia- en mi escrito “Mi opción en las PASO 2021, dos tipos excelentes”).
Estuvimos varias horas esperando allí durante la madrugada, luego empezaron a llamar de a dos a una oficina y aparentemente los iban “liberando”. Entre los detenidos había un hombre mayor que el promedio veinteañero. Unos 40 años tendría, barba y pelo encanecido, y era uno de los que animaba la peña con la guitarra y su voz.
También de los que más habían bebido, más tarde me enteraría que su nombre era Hugo Verón (no sé si con ve corta o larga). Hugo era de los que más protestaban por la “detención” de hecho y la demora que nos estaban haciendo pasar allí dentro sin hacernos la “averiguación de antecedentes”.
Hugo también había sobresalido cuando se arrimó por un pasillo hasta una celda y se puso a conversar con unos muchachos que estaban encerrados en ella. Los muchachos le dijeron que los habían “encanado” porque eran homosexuales. Hugo volvió al lugar donde estábamos todos, se metió en una oficina lindera en la que se veía un escritorio que tenía un florero con un ramo de flores. Tomó las flores, se volvió hacia la celda y se las dio a los muchachos.
Bueno, resulta que de a poco nos fueron liberando, luego de pasar de a pares por un interrogatorio. Salieron todos, ya era la mañana, y sólo quedamos Hugo y yo. Nos llevan a la guardia, nos hacen quedar parados frente a cinco policías (armados, por supuesto), nos preguntan nombres y los verifican con nuestros documentos que habían retenido cuando la detención en la peña.
Entonces nos preguntan si nos dedicábamos a la política, les respondemos que no. Y me dicen a mí: “Vos sos erpiano”, yo me quedo mudo; vuelven a repetirme lo mismo y agregan “Con esa barba sos erpiano seguro” (la policía tenía la imagen de que quien tenía barba la usaba imitando al Che Guevara). “Sabés qué es ser erpiano, ¿no?”, me preguntan. “No sé, supongo que militante del ERP”, les respondo.
(El ERP, Ejército Revolucionario del Pueblo, para quien no lo sepa, fue uno de los dos grandes grupos guerrilleros que habían existido en la Argentina en la década del ´70; el otro era Montoneros, y sobre ambos cayó el grueso de la carnicera represión desaparecedora que practicó la dictadura), y les agrego “No, no soy erpiano”. “Sí, no te hagás el vivo, vos sos erpiano, sos subversivo”, vuelven a repetirme a mí, que lo único subversivo que había hecho hasta el momento era cantar en las peñas a capela junto a mi amigo Sergio Rossi “La poesía es un arma cargada de futuro” de Gabriel Celaya, al estilo de Paco Ibáñez, de quien la habíamos aprendido, y la recuerdo aquí, vale la pena que la escuches, que te tomes 3 minutos:
Entre el que sí y el que no, Hugo, que estaba parado al lado mío, comienza a decir –le duraban los vinos tomados en la peña- “Por qué no se dejan de romperle las pelotas al pendejo”, “agárrensela conmigo, no con el pendejo”. “Cállese la boca”, le ordenan. “No me callo un carajo”, prosigue Hugo, “A ustedes ya les va llegar la hora que tengan que pagar todas, ya se les va a terminar la impunidad”, prosigue, mientras que yo trato de tocarlo con mi pie en el pie de él, como diciéndole “Para loco, que nos van a hacer mierda”. “Ya se les va a terminar y las van a tener que pagar manga de soretes”, prosigue Hugo con su discurso de barricada ante los policías armados que nos tenían detenidos dentro de su seccional…
Finalmente, dos policías ingresaron a lo que parecía la oficina del comisario, estuvieron un rato, una media hora en la que nos mantuvieron también parados, sale el comisario con los dos policías y nos dicen “Les vamos a dar la libertad, sale primero el pendejo erpiano y después el viejo sorete. Y cierren bien el orto porque se quedan y los cagamos a gomazos que no van a servir ni para escupidera”. En efecto, al rato me devuelven el documento y me dejan salir, camino hasta la esquina y me quedo a la vuelta a ver si salía Hugo, ya era de día. A los 15 minutos sale él, nos encontramos, le digo si todavía estaba mamado y nos presentamos, hasta el momento no sabíamos nuestros nombres. Lo invito a tomar unos mates a mi casa, nos dirijimos allí, y cuando llegamos estaban Tito Battiato –que vivía conmigo y mi hermana-, Amalia y Martha Andrada esperando. Tito, cuando sintió la puerta del ascensor abrirse, sacó a la ventana el único libro subversivo que teníamos hasta el momento: «La revolución traicionada«, de León Trotsky, por si había que tirarlo al vacío, libro que yo le había expropiado a mi padre de su biblioteca. Les presenté el Hugo a mis amigos y mateamos hasta el mediodía.
Dije que una de mis dos peñas rosarinas preferidas era La Taba, donde ocurrieron esos sucesos. La otra fue La Salamanca, que comenzamos a ir cuando cerró la primera, ya en democracia. La Salamanca quedaba en Mendoza entre Laprida y Maipú y pertenecía al “Mingo” (Juan Domingo) Centurión. El principal guitarrero y cantor era su hermano el Negro Centurión, actualmente regenteador del europeizado Bar El Cairo. Pongo esta hermosa foto de una noche en La Salamanca, seguramente el Negro estaba cantando “Ella soñaba con vivir en Bahía (Mi Mariana)”, que les pongo también acá para que se tomen otro par de minutos gozándola:
Para mí, la hermosa foto, calculo de 1985, está dominada por mi querido hermano, el “Tito” Eduardo Fabián Battiato, mi mejor amigo fallecido en 2015 de un maldito tumor de páncreas a los 55 años. El Tito es el de bigotitos con los brazos cruzados y campera azul que mira con su profundidad.
A su izquierda está otro hermano, con mano en el mentón parecido a John Lennon, Juan Manuel Varela, al lado de su novia de entonces la Carlita Borgonovo. Detrás de Juan Manuel aparece mi frente, entonces con mucho pelo, al lado del Tito.
En primer plano, de vincha, el indio “Tato”, y a su derecha una señorita con la que intimamos cada vez que nos encontramos en La Salamanca y nunca supe su nombre, tampoco ella el mío.
Éstas fueron mis dos peñas de vida, las demás fueron ocasionales.
En cuanto a bares, nombré ya a El Cairo, pero por 1980 nuestro preferido con Sergio Rossi, el compañero con quien más ginebreábamos, era El Savoy (hoy Rock & Fellers…). Nos parecía más oscuro, más arltiano que El Cairo. Y además nos estábamos haciendo peronistas, y a El Cairo iba la intelectualidad de izquierda gorila, elegimos El Savoy como lugar de peronistas en la resistencia, en la clandestinidad.
Pero El Cairo era muy lindo por las hermosas estudiantes de psicología que se juntaban allí provenientes de la fantástica Facultad de Humanidades y Artes que quedaba a dos cuadras y media.
Y allí iba también –entre muchos otros- mi amigo, el poeta Hugo Diz, luego de su jornada como corrector y redactor del diario “La Capital” de Rosario.
Huguito, como todo poeta que he conocido, bebía como un náufrago sin agua en el Sahara. Ellos, los vates, se toman absolutamente a pecho la enseñanza de su maestro común, el francés Charles Baudeleire, que expresó: “Hay que estar siempre borracho.
Todo consiste en eso: es la única cuestión. Para no sentir la carga horrible del Tiempo, que os rompe los hombros y os inclina hacia el suelo, tenéis que embriagaros sin tregua. / Pero ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, de lo que queráis. Pero embriagaos. / Y si alguna vez, en las gradas de un palacio, sobre la hierba verde de un foso, en la tristona soledad de vuestro cuarto, os despertáis, disminuida ya o disipada la embriaguez, preguntad al viento, a la ola, a la estrella, al ave, al reloj, a todo lo que huye, a todo lo que gime, a todo lo que rueda, a todo lo que canta, a todo lo que habla, preguntadle la hora que es; y el viento, la ola, la estrella, el ave, el reloj, os contestarán: «¡Es hora de emborracharse! Para no ser esclavos y mártires del Tiempo, embriagaos, embriagaos sin cesar. De vino, de poesía o de virtud; de lo que queráis».
He conocido mucho aparte de Huguito Diz, a Carlos Mac Allister, a Rubén Plaza, a Eugenio Previgliano, soy amigo de ellos… todos tienen la misma desesperación… Por suerte, yo no soy poeta… Y acaso para desmentirlos está el mejor bardo, Jorge Luis Borges, que bebía en los bares un vaso de leche tibia y luego subvertía la realidad con cuatro palabras.
Huguito, fallecido hace poco más de un año a sus 80, solía difundir sus poemas con pequeños papelitos repartidos en los bares. Ahí va uno, precedido de la dedicatoria, en plena década infame menemista: “Para Cali, entre la pobreza y el suburbio, el Hugo Diz, 1º de agosto de 1996”, con una carita de luna dibujada:
Ocho años antes, 1988, en una noche de primavera pero fría de un día de semana, entré al Cairo tarde de noche, que estaba desolado. Sólo estaba el Huguito, seguramente después de su trabajo en “La Capital”, en una mesa del fondo, leyendo. Me acerco hasta su mesa y le pregunto “¿Qué leés Huguito?”. El Hugo hace “clap” cerrando el libro entre sus dos manos y me dice “Tomá, es tuyo”. Le digo “No, pará, ¿por qué?”. Me dice “Lo acabo de terminar”, “Andá, sentate en tu mesa, la primer ginebra a mi cargo decile a Moreira”. “Pero esperá que te lo dedico, un libro obsequiado deber ser dedicado”.
La dedicatoria del poeta Hugo Diz: “Al flaco / o flaquísimo / ave, a veces nocturna, / con un abrazo / del HZ” con carita de luna dibujada. El libro era “El banquero anarquista”, del portugués Fernando Pessoa.
Juan Carlos Vimo, Rosario, Argentina, sábado 16 de septiembre de 2023