Opinión: «El encanto de ser Leuco»

Por: Juan Carlos Vimo.

Cuando visito Buenos Aires lo que más me gusta y lo que hago el primer día es hurgar en librerías de usados, antes que nada las de Avenida Corrientes. Suelo volverme a Rosario así con unos 20 o 25 libros a precios de oferta actuales de unos $ 300 a $ 500 cada uno. Como a esta altura de mi vida sé elegir, sé encontrar joyitas en esos anaqueles.

En mi último viaje a allí, en el principio de mis vacaciones docentes la semana pasada, levanté 22 libros. Algunos de ellos: la renombrada novela “Zama” de Antonio Di Benedetto; dos novelas de su casi homónimo Antonio Dal Masetto; el hallazgo que me alegró más: “Plenitud de España”, de Pedro Henríquez Ureña, autor reivindicado por Borges y Sabato, que he empezado a leer; un ensayo de José Ortega y Gasset, de quien acababa de terminar su primer libro: “Meditaciones sobre el Quijote y la novela”, mi primer Ortega; “Vidas paralelas” y “Alejandro y César”, de Plutarco; “El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha”, ¿hace falta decir de Cervantes?, que alguna vez antes del fin espero leer; “La metamorfosis” de Kafka, que leí por 1980 de libro prestado y ahora tengo el propio; “Hamlet” y “Macbeth” de William Shakespeare, que no sé si alguna vez leeré, ¿pero cómo no tener por $ 300 una hermosa edición en la biblioteca?; tres libros de Herman Hesse, que lo he leído en mi adolescencia y no creo en mi vejez que vuelva a hacerlo, pero lo mismo que el anterior; “Nacha Regules” del gran escritor argentino de la primera mitad del siglo pasado Manuel Gálvez de quien leí también en mi adolescencia tres de sus obras, una de ellas una novela que sentí entonces de lo mejor que había leído: «Hombres en soledad»; «Salón de billares», del rosarino también grande Jorge Riestra; un ejemplar de nombre “El cuento policial”, con uno de ellos de H. Bustos Domecq, el seudónimo que usaban Borges y Bioy Casares para escribir juntos, y otros cuentos de Horacio Quiroga, Paul Groussac y Ricardo Piglia; «Cuentos de La Alhambra” de Washington Irving, libro que me recomendara mi antiguo amigo Sergio Rossi en respuesta a mi anterior escrito “El último rey moro”, tremendo lector ese amigo de la adolescencia por lo cual considero que toda recomendación literaria suya es buena. Y así podría seguir con mis hallazgos, encantadores para mí.

 Yo tengo algunos parámetros no demasiado usuales para caracterizar, para formarme un concepto, de las personas. Uno de ellos por ejemplo es qué hace una persona cuando se le regala un libro dedicado. No me refiero a si lo lee o no, puede ser una persona no lectora la que recibió el obsequio y el mismo difícilmente hará cambiar su desinterés por la lectura. También puede ser que siendo lector el agasajado, su gusto literario no coincida con el del obsequiante. Pero cuando uno dedica un libro, quien lo recibe suele ser un amigo, excepción hecha de las firmas de ejemplares por el autor en sus presentaciones.

Y quien tenga por costumbre la mía, de escarbar en librerías de usados, verá que en más de una ocasión se encuentra en algún libro una dedicatoria fraternal si no amorosa. Y a esto me refiero en la conceptualización de la persona que fue agasajada con el libro dedicado. ¿Cómo puede desprenderse de él? ¿Cómo puede venderlo en una librería de usados? La única respuesta inmediata me resulta, pensando bien, en un momento de hambre.

Pero yo he vendido libros en la calle, y sé porque me lo hacía notar mi estómago de entonces que esa venta no nos salva de la necesidad. Me resulta en realidad quien hace eso, una persona que no valora como se merece la amistad, una persona que no siente el cariño, que no siente el amor. Una persona muy cercana al cretinismo. Casi casi, un cretino.

Pues bien, en mi última recorrida de librerías en Buenos Aires que aludí, otro libro que me traje fue “El discreto encanto de ser argentino. Tomo 2”, de Marcos Aguinis. De dicho autor había leído otro ensayo sobre la Argentina y la novela “La cruz invertida”, interesantes. Pero no lo compré tanto por la atracción que me despierta el autor, sino por la dedicatoria del mismo que encontré en el ejemplar dirigida por él a “su amigo admirado”, el periodista Alfredo Leuco. Periodista muy conocido que diariamente durante horas, en radio y televisión, vomita diatribas -desde un autopercibido pedestal ético de mármol que acaso sea de cristal- dirigidas a todo representante de pensamiento progresista, ni hablar si se trata de un peronista.

El libro con la dedicatoria hoy es mío, comprado en Librería Sudeste de Buenos Aires de Avenida Corrientes 1773 por $ 300, medio dólar. El fiscal de la patria Alfredo Leuco vendió el libro regalado y dedicado por su amigo y admirador Marcos Aguinis en una librería de usados (no dudo que por hambre). Les dejo copia de la dedicatoria.