Por Carlos del Frade.
La decisión de la Suprema Corte de Justicia de la Nación de suspender las elecciones en Tucumán y San Juan ante el pedido de los principales opositores es una manifestación del poder político del máximo órgano judicial del país, la sepultura de la ficción de la independencia de los poderes y la confirmación de un estado profunda y porfiadamente unitario que concentra y extranjeriza riquezas en Buenos Aires y digita gobernadores y gobernadoras desde allí.
En medio de un proceso de juicio político a sus integrantes, la jugada de la Corte no tiene mucho de examen de jurisprudencias ni análisis meticuloso de límites constitucionales o administrativos, parece ser una nueva ofensiva contra los sectores políticos que cuestionan su historia reciente.
Las grandes mayorías nacionales, angustiadas por empatarles a los costos de lo cotidiano, seguramente pensarán que esta decisión no es más que un nuevo encontronazo de intereses mezquinos y minoritarios.
En el origen de la primera Suprema Corte de Justicia, en la segunda mitad del siglo diecinueve, todavía estaban abiertas las fosas comunes donde el ejército mitrista degolló a los últimos sobrevivientes del partido federal en los campos de Cañada de Gómez.
No había mención alguna a tantos crímenes impunes en nombre del progreso y las relaciones carnales con Gran Bretaña.
Aquella primera Corte era el resultado político del aplastamiento del proyecto de un país pensado desde adentro hacia afuera y, por ende, el triunfo de un plan de semicolonia.
Quizás no sea exagerado remontarse a aquella matriz.
Quizás esta decisión de la Suprema Corte contra las voluntades de Tucumán y San Juan no sea más que repetir el viejo guión de las minorías prepotentes que solamente entienden la Argentina como una factoría de los poderes internacionales.