Por Luis Rubeo
Muchas y muchos hacen hincapié en recordar el renunciamiento histórico de Evita.
Tal vez sin proponérselo, postergan a un segundo plano el remate de aquella frase inmortal: “Renuncio a los honores, pero no a la lucha”.
Eva nos dejó, precisamente, dos legados insoslayables: haber dejado su propia vida, hasta el último aliento, en la lucha; y la lealtad a las banderas que enarboló Juan Perón. En ese orden, porque Evita llegó al amor y lealtad hacia Perón desde su lucha, y no al revés. Así lo conoció, así decidió acompañarlo hasta el final.
Y eso nos obliga a dar la lucha por nuestras ideas con esa vara bien alta que nos legó la Compañera.
En el cuento Esa Mujer, de Rodolfo Walsh, en apenas tres líneas de diálogo, yace una de la explicaciones de por qué 66 años después de su paso a la inmortalidad Eva se mantiene en el recuerdo y la pasión de su Pueblo.
Walsh hace hablar a quien era custodio del cuerpo embalsamado de Evita y a su interlocutor, que bien podría ser él mismo:
–Era ella. Esa mujer era ella.
–¿Muy cambiada?
–No, usted no me entiende. Igualita. Parecía que iba a hablar…
Ni la misma muerte se la pudo llevar. Y se quedó entre nosotros, su Pueblo agradecido. Viva, ejemplar, inspiradora, decidió quedarse para siempre.